viernes, 25 de octubre de 2013

SOBRE ESPECTROS, AUTOEXILIO Y NARRATIVA
La máquina autobiográfica del siglo XX

Silvia Anderlini, Jazmín Acosta y Sebastián Negritto

Editorial Alción, 116 pp., Córdoba 2012




(Fui invitado a presentar este libro, lo cual celebro y agradezco)

No es cielo ni es azul

            El tango se llama Maquillaje y en él Homero Expósito retoma la expresión de Lupercio Leonardo de Argensola para lamentar que no sea verdad tanta belleza, dejando pasar el hecho de que la belleza es otra clase de verdad, y empiezo con el tango porque el repertorio tanguero es sin esfuerzo una de las mayores colecciones autobiográficas y me va a permitir introducirme en el  tema con un ámbito de referencia familiar y desempeñar  con alguna desenvoltura mi tarea de presentador.
             En la crítica literaria se conjugan la ciencia y la poesía, o mejor: la poesía y la ciencia. El crítico, como poeta, busca producir en sus lectores el efecto que la obra criticada ha producido en su imaginación, y como científico ensaya hipótesis que puedan generalizar ese juego de causas y efectos. Estos ensayos reunidos para su publicación pertenecen quizás a un tipo superior de la crítica, a la meta-crítica, o algo que podría llamarse filosofía del arte, en cuanto que no se ocupan tanto de una obra literaria como de un género: la autobiografía, casi diría que se ocupan de su imposibilidad y de su inevitabilidad. Mi incursión en esos remotos arrabales, se acompaña con ese dejo melancólico de quien con cada frase se asoma a un desengaño.
            La cuestión, el cuestionamiento de lo autobiográfico –sea confesión o memoria o sublimación, tres puntos culminantes de la prosapia tanguera- es, por supuesto, paralelo a la cuestión, al cuestionamiento del yo, una cuestión que viene de muy lejos, pero que se ha ido agudizando con el paso de los siglos: ¡Conócete a ti mismo!, mandaba el oráculo, y daba por descontado que había un ti mismo, esto es, un yo mismo, una substancia, que yo podía conocer y dar a conocer. En otra tradición que luego se reuniría con esta, se era menos confiado en la capacidad de auto-conocimiento, y el faraón llamaba a José para que interpretara su sueño y Nabucodonosor llamaba a Daniel para que le refiriera su sueño y se lo interpretara, pero se descontaba la verdad de las atribuciones: las alegorías no se deshacían en metáforas y el yo, el alma, con la ayuda de Dios, se mantenía firme y cognoscible. Es más, aquí y allá el cosmos giraba en rededor de este yo, existía para su goce o su conquista o su superación. Pero el muchacho (o la muchacha) se fue para no volver o para volver muy cambiada.
            Y esto ocurrió porque vinieron esas que alguien llamó heridas narcisistas. La primera: el yo no es el centro del cosmos, quizá no hay cosmos y es mejor llamarlo universo, le silence eternel des ces espaces infinis m'effraie. Y  siguió, como se sabe, el saber que ese mundo no era para el yo o el alma, sino que el yo o el alma era un producto más o menos azaroso del mundo y no significaba una finalidad en sí, aunque se diferenciaba del resto de las cosas porque era, en cierta medida y en medida cierta, autónomo, lo que vinieron a poner en suspenso, entre otros, Nietzsche, Marx y Freud, presentándolo como resultante de una lucha de instintos o de interacciones con la naturaleza y la sociedad: lejos de ser una substancia, un alma indestructible, el yo se conocía ahora como una función, como una relación: sus determinaciones no eran intrínsecas, sino extrínsecas, sus acciones y sus pasiones, en cierta medida y en medida cierta, eran heterónomas. Su único dominio parecía ser el presente, pero la relatividad le vino a decir que, como ya lo habían sospechado entre otros Kierkegaard y Hegel, todo su conocimiento, aún la conciencia del momento, lo era del pasado, y sus respuestas a los estímulos inmediatos, cuando no eran reacciones tardías, eran tentativas falibles hacia un futuro incierto. A poco andar la mecánica cuántica le advirtió que al conocer interactuaba con el objeto y lo modificaba, y se modificaba. De tal modo, la máscara que el yo creía presentar al mundo, la persona, fue mostrada como un juego de máscaras menos consistente que un personaje literario, y cada autor se vio buscando un personaje que era un personaje en busca de autor: A grandes, obscuros e indistintos rasgos esto que he presentado es la maquinaria autobiográfica del siglo xx, la cuna de sus espectros, sus exilios y su narrativa, ahora brevemente trataré de señalar como han visto estos autores estos desplazamientos del maquillaje y, también como a partir del maquillaje, de fragmentos de maquillaje, puede reconstruirse un rostro.
           
El fantasma y la máquina (de escribir), ensayo de Jazmín Anahí Acosta, explora esa inasible situación donde la inmediatez se deshace cada vez que se intenta aprehenderla: te busco, o me busco, y ya no estás, ya no estoy. La impronta nietzscheana nos sale al paso: no hay hechos, sólo interpretaciones: el cielo no es cielo ni es azul, y el azul no es azul sino frecuencia de la onda luminosa, y la onda no es onda…No hay un fantasma en la máquina: la máquina es el fantasma que trata de atraparse a sí mismo, pero para eso tiene que verse como otro. Esa construcción del yo como otro no puede formularse sin extrañamiento del lenguaje: por ahí, es decir por aquí, no en el texto de Acosta sino en el mío y por algún canal de televisión, anda Maradona hablando de Maradona como de un fenómeno colateral, un eco impensado del Borges que se desdoblaba en el otro y el mismo. La responsabilidad del significado cae entonces en el silencio, en el significante cero, en lo que se muestra antes que en lo que se dice, en aquello que identifica los usos metafóricos e irónicos del lenguaje, un perpetuo desvío, primero el paso de la aparente literalidad a una insinuación que lleva una segunda sugerencia que se continúa en una tercera en una creciente espiral de muestras que desencadenan otras muestras y nunca llegan a ser lo dicho. Porque el silencio tiene esa particularidad, en su no ser, en su ruptura de la agobiante continuidad de los símbolos que se pretenden unívocos, abre innumerables caminos. El que calla, otorga, su elocuencia muda abona la libertad del intérprete a la manera en que algunas filosofías de la aritmética hacen del cero la base de cuantiosos y divergentes infinitos.
En El autoexilio a partir del siglo XX: Catástrofe y redención de la subjetividad autobiográfica, Silvia Anderlini recorre seis etapas, desde la desintegración de la edificación autobiográfica hasta el autoexilio como dispersión y supervivencia. Seguir en detalle su erudita narrativa es una apasionante aventura cuya síntesis es antítesis de toda justicia, ya que es por sí misma un paradigma de concisión. Osaría, no obstante, decir que su camino nos hace partir de la nostalgia del yo como sensación, como dato inmediato que se puede registrar sin mayores equívocos como testimonio del ecce homo, del cómo uno llega a ser el que es, para descubrir a poco andar que esa unidad aparente es una sucesión de acciones y reacciones, en la cual cada vez el yo aparece enmarañado en su circunstancia y busca redimirse en la respuesta a su situación histórica, hasta que puede percibirse como el derrotero del carro de la cábala, pero la incógnita persiste en el lugar del conductor. Esa contradicción se continúa en los tramos identificados con la felicidad de autonombrarse y el silencio de una tumba: esto es la imposibilidad de escribir la última palabra sobre uno mismo (según la norma aristotélica sería no poder decir si ha sido feliz la vida que se ha llevado a cabo), y de como la posteridad, aún la más benevolente, puede extraviar los rastros y los restos. Pero entonces estamos ya al borde del último salto a otra categoría: ya no sensación, ya no lucha –ni acción ni reacción-, sino representación, el yo se ha exiliado, se ha asilado, se ha refugiado en su autobiografía: eso también significa una dispersión –iba a decir una diáspora-, porque la escritura es leída por cada cual de acuerdo con sus propias sensaciones y mecanismos de acción y reacción y configurada en diversas representaciones, pero es también, como se dice supervivencia, o mejor aún: pervivencia, continuidad y multiplicación del yo en su relación con el mundo y los otros.
             En La literatura autobiográfica en los cuentos de Saul Bellow (1915-2005) de Sebastián Negritto advierto una prolongación de los efectos provocados por los ensayos anteriores, en especial el paso de la autobiografía a la heterobiografía, aunque en una imagen especular, en una producción eminentemente especulativa: se nos invita a inferir el autor, el personaje que se construye como autor, a partir de la producción literaria de ese autor, a partir de los personajes producidos. La pesquisa, sin embargo, no se resuelve en psicoanálisis, sino en arqueología, o quizás, como diría Harold Bloom, en inteligencia de lector: el autor es una invención del lector para hacer inteligible la experiencia literaria. Hacia esa invención o construcción apunta el estudio de Negritto, tanto en el aspecto teórico, el que marca la diferencia del género frente a sus alternativas, en especial frente a las novelas de formación, como en el práctico, en la elaboración de una crítica a una obra determinada en función de esas distinciones. En los ensayos de Acosta y Anderlini nos encontrábamos con la imposibilidad de la autobiografía, en estos con la fatalidad de la autobiografía: cualquier escritura es una huella de su autor y es posible ir tras él siguiéndolas a ellas ¿lo alcanzaremos? Tal vez alguna vez algún fragmento.
Una coda para esa oposición entre bildungsroman y autobiografía, que aparece también en el texto de Anderlini, y que tiene que ver con la percepción del tiempo (ese tiempo imposible de recuperar del que habla Acosta). Negritto señala que la autobiografía es obra de edad tardía, exactamente, señalo yo, como la novela de formación es obra de edad temprana. Es así, porque la realidad del tiempo es una para el joven y otra para el viejo: el joven es –se siente ser- el que va a ser, quiere ser juzgado por su porvenir, por lo que va a hacer, en tanto el viejo es –se siente ser- lo que ha sido, se sabe juzgado por lo que ha hecho o dejado de hacer: la satisfacción, el orgullo, la culpa, casi toda la realidad es su pasado, valga el sintagma de Alfredo Lepera: la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser. Pero en ambos casos el yo es elusivo, en uno porque para llegar a ser tiene que ir por donde no va, y en el otro, porque ya no va por donde ha ido. En ambos casos estamos ciertos de que no somos como nos ven, y podemos llegar a reconocer, si nos apuran un poco, que no somos como nos vemos. Elusión, o tal vez ilusión. Me despido con un poema que escribí hace unos treinta años, con un sentimiento que volvió a acosarme con el impacto que este libro provocó en mi ánimo: Marginalia
La marca del lector, margen escrito
Con interpretaciones y preguntas.
Discrepancias, recuerdos, sugerencias.
El texto, sin embargo, substraído.
Comentarios de páginas en blanco
Es todo lo que queda del discurso,
Del flujo y el reflujo de las cosas.

El vacío insensato, consentido
Por vagas referencias al enigma:
¿Hubo alguna vez márgenes adentro
Palabras, escritura, soportando
La arquitectura lógica del diálogo?
¿O fueron siempre frases liminares
Cercando la cadencia del silencio?

Muchas Gracias.
.

  Daniel Vera
Córdoba, 2013.