sábado, 5 de diciembre de 2015

¿Qué quieren decir en el crepúsculo…?

Presentación de los libros
Heidegger, pensador insoslayable, de Arturo García Astrada
La experiencia del pensar-Hebel, el amigo de la casa, de Martín Heidegger (traducción de A.G.A.)  y
Juan L. Ortiz, poesía y ética, de Oscar del Barco


         Extraña solicitud del editor: pedirme que presente estos libros, en su hondura filosófica opuestos a mi formación más bien analítica y positivista, acaso vindicadores de una tradición romántica de la cual no pocas veces he tratado de apartarme. Todo sea, para decirlo con palabras de Alejandro Nicotra, porque la poesía es lugar de reunión y se espera alguna revelación de este encuentro, o lo que es lo mismo, simplemente porque sí, sin causa ni razón ni motivo. Esta última circunstancia, sospecho, es la que se muestra en mayor armonía con la atmósfera de estos textos que me atrevo a llamar post-metafísicos, donde se elude o se rodea la pregunta por la causa primera y el fin último y por las demás causas y fines, para abandonarnos a la insinuada claridad, u obscuridad, de ser. Es así que he aceptado, sin obligación de decir nada, ya que lo que se pueda decir ha de caer seguramente fuera de lo que se trata, porque no se trata de decir. He aquí los títulos y los autores Heidegger, pensador insoslayable, de Arturo García Astrada, y casi como apéndice del mismo, pero en volumen aparte, dos textos de Martín Heidegger traducidos por García Astrada : La experiencia del pensar  y Hebel, el amigo de la casa, junto con ellos, Juan L. Ortiz, poesía y ética, de Oscar del Barco, en suma, un puñado de nombres y de intenciones que el presunto lector puede vislumbrar como fuentes de discrepancias antes que como  prendas –iba a decir océano- de comunión. Y tal vez en los mundos de la argumentación y la polémica, de los balances y las guerras, del dinero y del trabajo, no puedan esquivar esos aspectos de su destino, pero en el libre y germinal territorio de la poesía ha de poder entregarse cada uno a su encuentro con los otros, sin consideraciones ulteriores o anteriores. Por supuesto, la poesía depende menos de la intención que de la recepción, aunque entrañe un delicado juego entre una y otra, y pueda conjurarse  mediante la insinuación, la sugerencia, la interrogación, la ironía, la metáfora, y quizás de ahí llevarnos a la admiración, a la contemplación, a lo que los antiguos llamaban teoría…Abandono, entrega, contemplación parecen indicar pasividad, y los pacientes, a diferencia de los agentes, no son susceptibles de ser juzgados éticamente y sin embargo está ahí la palabra ética unida a la palabra poesía, trayendo la sospecha de que el abandono, la contemplación, la entrega, la teoría, eso, lo que sea o no sea y para lo cual no hay palabra propia, es una actividad, una enérgeia independiente de toda potencia, que aparece y desaparece, sin generación ni decadencia, siempre completa, inasible, indecible; y también porque la ética, el ethos, depende de manera necesaria, aunque no suficiente, de un admirar previo a la distinción entre bien y mal, de una experiencia estética del pensar sin la cual no hubieran tenido lugar las otras disciplinas normativas, como la lógica y la ética, que hacen posible, junto con el inexcusable estar ahí, describir y juzgar el mundo y sus alrededores. Hacia ese punto, del cual propiamente no se puede decir nada, hacia aquello que según la figura de San Juan de la Cruz  trasciende toda ciencia, apuntan estos textos, y el que tenga ojos para ver, que no se limite a mirar, sino que vea.
               Es así que voy eludiendo decir,  más bien me voy encontrando obligado a no decir, mientras busco presentar de modo oblicuo estos volúmenes, de ponerlos ante ustedes un tanto subrepticiamente. En esta tarea Juan L. Ortiz viene no tan inesperadamente en mi auxilio, y trae un poema suyo titulado con una pregunta: ¿Qué quiere decir? que traduce una pregunta de Mallarmé: Qu’est-ce que cela veut dire, y que yo recordaba, trampa de la memoria, con un nombre algo más explícito como ‘¿qué nos quieren decir en el crepúsculo?’  Y me preguntaba en esa evocación, ¿Por qué a nosotros? ¿Porqué en el crepúsculo? A nosotros, ¿quiénes somos ‘nosotros’, tal vez a mí que pasaba y estaban estos libros y les eché una mirada curiosa y pregunté ¿qué quieren decir? A nosotros, a mí, tal vez a ustedes. En el crepúsculo, en esa hora intermedia entre las luces y las sombras o entre las sombras y las luces…Es cierto que Juanele sugiere el crepúsculo de la tarde, el lento extinguirse del sol en el horizonte, pero no recurre a la palabra ‘ocaso’, y a la vez lo asimila y lo distingue del anochecer. Acaso porque ‘crepúsculo’ en español preserva una sabrosa ambigüedad, y aún cuando habla de la tarde tiene vislumbres de mañana.  Y crepúsculo también en relación con Heidegger, acaso el pensador crepuscular por excelencia: demasiado tarde para los dioses, demasiado temprano para el ser. Demasiado tarde, como en el mito hesiódico de las edades del hombre, que van degradándose del oro al hierro, edad esta de un presente sin remedio para los males. Demasiado temprano, como en la promesa judía de un salvador por venir, después de un presente menesteroso. Y nuestra época, oh nuestra época, se insinúa epigonal por antonomasia, aquí y allá las re-ediciones: capitalismo tardío, socialismo tardío, y demás reverdeceres…En un sentido o en otro lo nuevo aparece como de nuevo lo anterior.  Y estos dos libros, también re-ediciones que sus autores decidieron traer a esta hora: ¿Qué quieren decir? ¿Qué nos quieren decir en el crepúsculo? Y es aquí donde Juanele se encuentra con Hebel, con el amigo de la casa, y con Arturo y con Oscar. Querer decir es en este paisaje inconmensurable con decir, no tanto porque lo que se diga no alcance a decir o diga otra cosa o diga mejor de otro modo, sino porque lo que se dice se dice así, sin más y sin menos, en tanto que querer decir está una apertura a la interpretación, que no acaba de ser determinada, porque encierra también querer no decir, reticencia, desvío o atajo, y decir sin querer, lapsus del autor o del lector: importa lo que se muestra o se intenta mostrar: el cerco crepuscular, apenas visible y esas figuras humildes…¿Se asimilarán estos libros a esas figuras del poema? ¿Los podremos ver como medio perdidos? Eso sí: no del todo perdidos, ante un cerco apenas visible. La cuestión, intuyo, es la casa, la casa del hombre, de los hombres, el planeta tierra, y vienen estos amigos, amigos de la casa a advertirnos de peligros que se ciernen sobre el paisaje doméstico, a preguntarnos, en especial a preguntarnos, porque las preguntas son caminos para las respuestas, a cuestionarnos, pero a cuestionarnos con la belleza. A marcar, si se quiere, el derecho a la belleza, o más acá del derecho, a la necesidad humana de belleza, de la cual afirma Juanele citado por Oscar: “Acaso la revolución consista en el verdadero descanso, el que permite ver cómo crecen, día a día, las florecitas salvajes…El hombre necesita mirar las flores y mirar el cielo…Sin belleza el hombre se muere se muere de tristeza como un pajarito.” Ese Juanele que se presenta y presenta estos libros preguntando:  

“¿Qué quiere decir el cerco
crepuscular?
¿Qué quieren decir
esas figuras humildes
que descienden
medio perdidas como el cerco?
¿Qué quiere decir el matorral
al cielo que muere
pero que mira, mira, mira;
y esos hombres vagos
que de algún modo mueren
también
todos los anocheceres,
qué quieren decir?
Oh, yo sé algo
de los destinos oscuros:
la bolsa abierta
casi en la sombra
—sobre la mesa, la mesa?
el cabo de vela
se va—
ante las manos impacientes.. .

Pero esos hombres allí
son del crepúsculo
y mueren extrañamente
como él,
melancólicos, melancólicos fantasmas
que bajan, como apresurados,
hacia su noche.

¿Qué quiere decir el cerco?
¿Un hastío de ceniza rameada,
ante el sueño que demora,
lívido, allá arriba,
o una penumbra que se amasa
pobre y medrosa,
como una olvidada alma agreste
en la última tenue luz
desierta?

Oh, las cosas, las cosas,
las plantas, y los espíritus
que flotan casi, no caminan, o se repliegan
en la soledad apenas azul
que los va llevando, hacia dónde?
o los fija, en qué misterio
de raíces aéreas?

Paz de la noche, paz?
para el desconcierto sin nombre
de las cosas y de las criaturas
del anochecer, a merced
de olas infinitas
o de manos increíbles
o de llamados oscuros.
Para las cosas y las criaturas
sin amor, sin miradas,
sin nuestro amor y nuestras miradas,
en el arrabal, que ya es el campo.

Sabremos lo que quieren decir en el crepúsculo?”


Muchas gracias.

Daniel Vera,

Córdoba, 2015

lunes, 30 de noviembre de 2015

Julio Córdoba sin límites

(Julio Córdoba
Entre Ríos 1942-Córdoba 2013)


Julio Córdoba está vivo, y no sólo porque la amistad es perdurable y él supo cultivar y cuidar a sus amigos durante su inagotable juventud, contagiándonos con toda su enjundia,  y de algún modo continúa haciéndolo, acomodándose a aquella calificación de Luis Luchi para quienes merecen llamarse ‘adolescentes crecidos’ y desacatan las órdenes de ostracismo, sino también y esencialmente porque su obra no ha perdido ni una pizca de vitalidad: sus dibujos y pinturas son ahora más vigorosos que entonces, sea en su aspecto crítico de la realidad social y política, sea en sus encrucijadas existenciales, sea en la celebración de los espacios donde tiene lugar la vida.
Invitado a exponer por primera vez en un museo local me distinguió solicitando unas palabras para el catálogo, y quizás con algún énfasis di a entender que los museos no eran el lugar más adecuado para esa energía desbordante y arrasadora; esa iniciativa suya se hizo casi un hábito y en varias oportunidades tuve el gusto de escribir sobre sus criaturas:  El arte para Julio no se limitaba de ninguna manera ni en sus objetos ni en sus sujetos; su actitud era similar a la de aquel filósofo que invitaba a su cocina y alentaba a los curiosos diciéndoles: ‘venid, aquí también hay dioses’. Es así que allí donde se encontrase, encontraba motivos para la creación: a veces se trataba de expulsar engendros malignos, de retornarlos al infierno del que nunca debieron haber salido, a veces había que marcar una angustia o un entusiasmo, a veces se permitía dar fe de algunas bendiciones, el rostro de un conocido o de un desconocido, que acaso se marchaba con el inesperado retrato, o bien la figura y el color de los caballos, cuyas virtudes y tonalidades discurría y discutía con eventuales espectadores, o bien el misterio que convocan los gatos, o los paisajes próximos, domésticos o urbanos, donde acontecen los dramas que para bien o para mal conmueven el corazón humano, manifestaciones por la paz o éxitos en el fútbol. Julio se daba en acompañar a la gente en sus luchas, tanto en las grandes batallas que atraviesan el mundo de generación en generación para hacerlo un poco más acogedor, como en las pequeñas rencillas cotidianas con los obstáculos a los encuentros con nosotros mismos. Es cierto que por ahí fue un poco descuidado consigo, pero no quiero ver en ello sino una muestra más de su generosidad, un olvido de sí para no cesar en su busca insaciable, busca de no se sabe qué, pero que se revela en cada uno de sus hallazgos.

Dibujar, pintar. Sus dibujos, sus pinturas. La continuidad de su vida abierta ahora a otros ojos que lo irán descubriendo en sus respectivas circunstancias y encontrarán en ella innumerables matices que rehúyen  nuestras ocasionales palabras. Quisiera hacia el final fusionarlo con un pensamiento de su comprovinciano, el poeta Juan L. Ortiz, que tomo prestado de un libro de otro amigo, porque entiendo que traduce cabalmente su manera de sentir: ‘acaso la revolución consista en el verdadero descanso, el que permite ver cómo crecen, día a día, las florecitas salvajes…El hombre necesita mirar las flores y mirar el cielo…Sin belleza el hombre se muere de tristeza como un pajarito….’  

Daniel Vera

Córdoba, 2015   

martes, 11 de agosto de 2015

Pinturas de Eumelia Bravo


Tormentas secretas

            El paisaje, se solía decir, es el hombre, y tal vez sea cierto si se entiende por ello  un retrato del alma, aunque el alma de la que hablo en este caso no se puede atribuir con precisión a una persona ni a un grupo ni a una época. Es un alma que Eumelia Bravo va descubriendo mientras pinta, o que yo voy descubriendo mientras contemplo sus pinturas: algunos son lugares próximos, calles y edificios que veo todos los días, pero que aparecen envueltos en una gravedad inusitada, otros traen regiones lejanas y todavía otros parecen surgir de la imaginación y la memoria. Y todos trasuntan una delicada profundidad.
            Bien puede ser el sentimiento del tiempo:  Eumelia viene de una larga temporada  lejos de los pinceles, pero si bien la mano pintora no ha estado activa, cabe sospechar que la mirada del artista no ha descansado, que ha ido asimilando las variaciones, las modulaciones y las mutaciones con que los años destruyen y construyen lo que nos rodea, y esos movimientos han quedado registrados en el vigor de sus pinceladas, en esas rapsodias  de color que muestran mucho más de lo que se ve: la tensión de las fuerzas que hacen aparecer lo que está ahí.

            Bien puede ser la fragilidad de las cosas, la imprevisibilidad del devenir, eso que emerge en las catástrofes súbitas cuando un brusco meteoro transfigura la consuetudinaria calma y arrasa la tierra y el cielo. Así, en una Inundación  no sólo percibimos la furia incomprensible del agua, también están los temores y los temblores de quienes la padecen, la vacilación de sus creencias más firmes, tal vez la conmoción de su fe, que veo, que creo ver en esa cruz torcida sobre el domo de una iglesia. ¡Ah, las iglesias de Eumelia, con sus cruces torcidas, su aspecto de estar siendo sacudidas por un terremoto y, en contradicción con esto, el vigor de sus auras!  Una espiritualidad que más allá, o más acá, de cualquier devoción, se encarna en la incesante voluntad humana de seguir habitando la tierra.   
            Bien pueden ser la sabiduría inefable y la pasión muda que van sedimentando bajo el claroscuro de las palabras nuestras emociones cotidianas, esas que de tan repetidas pasan inadvertidas en su calidad germinal de sentimientos y pensamientos, mientras alimentan nuestras esperanzas y alientan nuestros desvelos, pero que también traslucen trazos de sombra, temores incomprensibles. Ahí, quizás se gestan esas tormentas secretas, esos torbellinos que parecen habitar las cosas.

            (Bien pueden ser solamente luces y sombras, color y ausencia de color, movimiento de la luz sobre la obscuridad o movimiento de la sombra interponiéndose entre la fuente luminosa y la mirada, un juego inocente de elementos inocentes alumbrando a veces y apagando a veces los perfiles, mezclando las perspectivas para sumar ojos a los ojos, haciendo y deshaciendo el contexto por el que transcurren ahora mis voces y mis pasos, figurando en ocasiones una escena rural y representando en otras un drama urbano, llevando al fin mi ánimo hacia una silenciosa calma. Y de tal manera me dicen que su agitada gestación se ha manifestado en una consecuente serenidad.)   

Daniel Vera

Córdoba, 2015

lunes, 29 de junio de 2015

ESPERPENTOS
Esculturas y relieves de Juan Antuña


Esperpentos: los hijos del Patas de Lana

La  historieta, que es lo que resta de la historia luego que se han callado o deformado los nombres y atenuado o alterado algunos énfasis, vale decir, el núcleo esencial de la Historia, esa zona que no frecuenta ningún vencedor, me fue sugerida por una muestra de esculturas y relieves de Juan Antuña. El centro o cabeza de los acontecimientos es el consabido Patas de Lana, también llamado Socio del Silencio, engendrador de inquinas y de infamias, cuyas secretas lacras son la oculta malformación que, cual un populoso retrato de Dorian Gray, hace que el relato histórico ostente una incólume sucesión de gloriosas virtudes y grandezas.

Buchón, Antuña 2015

La historia y el poder han sido siempre sospechados y sospechosos, debido a cierta incongruencia entre la magnanimidad de los héroes históricos  y la cantidad, también histórica, de muerte y miseria multiplicados por aquí y por allá. Parece que fue Goya el primero en llamar esperpentos a estos desatinos de la fuerza, crímenes celebrados como hazañas. Lord Acton, historiador el hombre, vino a darle la razón al pintor y escribió que la historia de la humanidad era en su mayor parte la historia del asesinato en masa y del crimen organizado, por si fuera poco, agregó que el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente, pero no habló de esperpentos. El que vino a hablar de esperpentos fue otro español, don Ramón  del Valle Inclán, hacedor de radiografías literarias de dictadores y caudillos, inspector de crueldades y corruptelas, y luego de él otros, hasta llegar a Antuña, quien, se me ocurre, desnuda la mecánica de los hechos: el Padre (de la historia o de la patria o de  lo que fuera) no es el padre, sino un intruso, en todo caso un impostor que se suplanta a sí mismo, de ahí que el Gerónimo (él lo escribe con g) que  corta las cabezas de la Hydra, si quiere hacer un buen trabajo ha de terminar autodecapitándose.  Es que pocos son tan sinceros como Calígula, ostentosos distribuidores de dádivas y degüellos, la mayoría tiene por ahí un asistente clandestino o utiliza una máscara piadosa para disimular sus iniquidades.


Gerónimo decapita la Medusa, Antuña 2015

Acton pensaba que eran los historiadores quienes debían publicar las infamias de los pretendidos próceres, fueran de la nación, el partido o la iglesia que fuesen, pero por ese lado no parece que se hayan conseguido la imparcialidad y el rigor moral requeridos y sean los artistas, en su mundo de ficción, quienes divulguen sus anónimos y verdaderos rostros.

Daniel Vera, 2015

miércoles, 7 de enero de 2015

BORGES LECTOR de Nietzsche y Carlyle
Ensayo
Sergio Sánchez
Editorial Universidad de Córdoba
Córdoba, 2014,


Sánchez, lector de Borges

Pese a los temores expresados alguna vez por Jorge Luis Borges, la especie de los lectores no se ha extinguido completamente y Sergio Sánchez es un notable ejemplar de la misma.  Le caben, acaso, dos adjetivos de estirpe borgiana: es lector infatigable y minucioso, y ha seguido con ahínco y lucidez de baquiano las lecturas nietzscheanas y carlyleanas de Borges. Para quienes, como yo, no acostumbramos a internarnos por los laberintos de las citas, menciones y alusiones, sino que nos conformamos con leer de corrido y aún de apurado, la deconstrucción y reconstrucción del discurso borgiano que se nos ofrece en estas páginas es una figura cautivadora. Hay un Borges, justo es decirlo, bastante parecido al que nosotros imaginábamos, pero al que se accede y certifica por medio de una certera erudición: de pronto tuve la impresión de estar leyendo el Finnegan’s wake orientado por los sabios comentaristas de James Joyce, esto es, de estar penetrando la trama del tapiz.
 

 De esta lectura de lecturas se sigue que el estilo de un escritor (y de un lector) no es una cuestión prescindible de ornato superficial, sino que encarna en gramática las vicisitudes de un hombre en su relación con los otros hombres, o lo que es lo mismo, de un libro con los otros libros, de ahí que su tono escéptico aliente expectativas de convivencial pluralidad. Una sola disonancia con muchos y muy autorizados textos: no comparto la condena del Also sprach Zarathustra, entiendo que sus énfasis son esencialmente irónicos, aunque en este caso como en otros, la ironía traicionó a su autor y este fue celebrado por aquellos a los que condenaba y fue condenado por los que debían celebrarlo.

Daniel Vera, 2015.