lunes, 30 de noviembre de 2015

Julio Córdoba sin límites

(Julio Córdoba
Entre Ríos 1942-Córdoba 2013)


Julio Córdoba está vivo, y no sólo porque la amistad es perdurable y él supo cultivar y cuidar a sus amigos durante su inagotable juventud, contagiándonos con toda su enjundia,  y de algún modo continúa haciéndolo, acomodándose a aquella calificación de Luis Luchi para quienes merecen llamarse ‘adolescentes crecidos’ y desacatan las órdenes de ostracismo, sino también y esencialmente porque su obra no ha perdido ni una pizca de vitalidad: sus dibujos y pinturas son ahora más vigorosos que entonces, sea en su aspecto crítico de la realidad social y política, sea en sus encrucijadas existenciales, sea en la celebración de los espacios donde tiene lugar la vida.
Invitado a exponer por primera vez en un museo local me distinguió solicitando unas palabras para el catálogo, y quizás con algún énfasis di a entender que los museos no eran el lugar más adecuado para esa energía desbordante y arrasadora; esa iniciativa suya se hizo casi un hábito y en varias oportunidades tuve el gusto de escribir sobre sus criaturas:  El arte para Julio no se limitaba de ninguna manera ni en sus objetos ni en sus sujetos; su actitud era similar a la de aquel filósofo que invitaba a su cocina y alentaba a los curiosos diciéndoles: ‘venid, aquí también hay dioses’. Es así que allí donde se encontrase, encontraba motivos para la creación: a veces se trataba de expulsar engendros malignos, de retornarlos al infierno del que nunca debieron haber salido, a veces había que marcar una angustia o un entusiasmo, a veces se permitía dar fe de algunas bendiciones, el rostro de un conocido o de un desconocido, que acaso se marchaba con el inesperado retrato, o bien la figura y el color de los caballos, cuyas virtudes y tonalidades discurría y discutía con eventuales espectadores, o bien el misterio que convocan los gatos, o los paisajes próximos, domésticos o urbanos, donde acontecen los dramas que para bien o para mal conmueven el corazón humano, manifestaciones por la paz o éxitos en el fútbol. Julio se daba en acompañar a la gente en sus luchas, tanto en las grandes batallas que atraviesan el mundo de generación en generación para hacerlo un poco más acogedor, como en las pequeñas rencillas cotidianas con los obstáculos a los encuentros con nosotros mismos. Es cierto que por ahí fue un poco descuidado consigo, pero no quiero ver en ello sino una muestra más de su generosidad, un olvido de sí para no cesar en su busca insaciable, busca de no se sabe qué, pero que se revela en cada uno de sus hallazgos.

Dibujar, pintar. Sus dibujos, sus pinturas. La continuidad de su vida abierta ahora a otros ojos que lo irán descubriendo en sus respectivas circunstancias y encontrarán en ella innumerables matices que rehúyen  nuestras ocasionales palabras. Quisiera hacia el final fusionarlo con un pensamiento de su comprovinciano, el poeta Juan L. Ortiz, que tomo prestado de un libro de otro amigo, porque entiendo que traduce cabalmente su manera de sentir: ‘acaso la revolución consista en el verdadero descanso, el que permite ver cómo crecen, día a día, las florecitas salvajes…El hombre necesita mirar las flores y mirar el cielo…Sin belleza el hombre se muere de tristeza como un pajarito….’  

Daniel Vera

Córdoba, 2015