domingo, 25 de septiembre de 2016



Medio Dicho, miedo dicho medio miedo miedo medio

Presentación del N° 42 de la
Revista anual de Psicoanalisis Medio Dicho

Hay cantidad de miedos y muchos de estos están en los medios, y se tejen redes con esos y con otros miedos y hasta hay un botón institucional para cuando el miedo se transforma en pánico, pero presumo que hay miedos secretos, miedos que no podemos confesar, porque ignoramos que los tenemos, tal vez alguno de aquellos tan públicamente manifestados se encuentre más de una vez entre estos celosamente callados. Más de uno de esos miedos secretos suelen ser miedos a las palabras, y de manera más general miedos a la lengua, a lo que nos imaginamos que es un lenguaje.  De ahí que en lo que me toca como presentador ensaye un vínculo entre el artículo de Jacques Alain Miller ¿ha dicho raro? , o quizás ¿ha dicho “bizarro”? y los que tratan explícitamente sobre el miedo o la falta de miedo; mi intención surge entre otras razones porque allí se trae a colación una cita de Roland Barthes: ‘la lengua es fascista’, expresión que puede causar asombro, porque el lenguaje tiene buena prensa y pocos nos sentimos inclinados a sospechar conscientemente de él, aunque en nuestros comportamientos haya signos  de estar afectados por esos miedos. Sabidos es que lo que no podemos decir, impedidos por la censura externa o interna, incluso lo que nos impedimos saber que nos impedimos decir, lo figuramos en mitos, y el mito a propósito de estos miedos, ¿podría decir “logofobias”  es el de la Torre de Babel. En ese relato parecen ser vituperadas dos situaciones extremas: una, la lengua única y unívoca, que disgusta a Yavé y otro a la multitud de lenguas que confunde y separa a los hombres con su equivocidad.
 Hemos olvidado –hemos querido olvidar y por ahí no hemos querido darnos cuenta de- que en el aprendizaje del lenguaje hemos estado –y estamos, por ejemplo, cuando recurrimos a un diccionario o a una gramática- sometidos a una autoridad  presuntamente inapelable; en la mayoría de los casos es una autoridad legítima, que se limita a enumerar los usos de una palabra o de una forma gramatical, que siempre se pueden ampliar o revisar, y no de un decreto imperial monolítico que estemos obligados a seguir letra por letra. Pero ese fantasma terrible se insinúa cuando queremos decir algo original o singular, algo raro, algo ‘bizarre’ dice el original francés, que aclara que es una palabra importada del español ‘bizarro’, que quería decir valiente o arrojado antes de asumir este sentido de extravagante o exótico, por no decir raro, que los hispano parlantes hemos importado del francés o del inglés…¿Es posible que el juego de la traducción nos haga ver la valentía como algo bizarro? ¿Resulta raro ser valiente? ¿Cómo podemos animarnos a decir esto? No dudo de que si queremos construir una torre que lleve al cielo todos tendríamos que hablar una lengua única –y para ser única necesita ser unívoca, y la univocidad es precisamente eso: una sola voz, una voz que no dejaría lugar para nuestras voces, y en cuanto cualquiera de nosotros quisiera decir algo propio, no sería entendido ni sería admitido en esa laboriosa comunidad de constructores, y hasta podemos imaginar algunas frases que no se podrían articular en ese “idioma”: no se podría decir, por ejemplo, que la torre es imposible, que la torre es inútil, que disgusta a Yavé. He escrito “idioma” y lo he escrito entre comillas, porque este vocablo apunta a lo propio, a lo idiosincrático, y el colmo de lo propio es la idiotez que no nos permite salir de nosotros mismos, pero a esto apuntaré luego, por ahora quiero detenerme en los constructores de torres que llevan al cielo, no en los del mito, sino en los de la historia, porque históricamente no han faltado ni faltan pretendidos campeones de la humanidad que dicen ser conocedores del destino del mundo y depositarios de los “verdaderos” significados de las palabras dispuestos a arrear todo el rebaño y en beneficio de su proyecto totalitario han intentado el monopolio del diccionario, excluyendo toda interpretación alternativa, proscribiendo neologismos y metáforas, ayudados, por supuesto por instrumentos y prácticas no lingüísticas, instrumentos y prácticas de las que está prohibido decir que disgustan a Yavé o que resultan lesivos para nosotros o para vosotros o para algunos otros. Una lengua así no existe ni ha existido, aunque por ahí filósofos y lingüistas en busca de una universalidad unitaria hayan postulado y bosquejado un artefacto semejante, modelo abstracto admisible sólo porque hace abstracción de los usuarios.
Pero de aquella fallida edificación, sea por ese enojo de Yavé señalado en el mito o simplemente porque a los hombres les suele gustar decir algo “bizarro”, un chiste, una metáfora, una fábula para divertir y divertirse, para engañar y a veces para engañarse, para tejer alianzas unos contra otros, para segregar a los extraños, para ocultarse de los propios –como hacen los adolescentes con su jerga en perpetua mutación que los adultos nunca llegamos a dominar, o los delincuentes con sus códigos impenetrables para la mayoría- de aquella arcana unidad, si es que hubo alguna vez alguna, surgió este maremágnum de lenguas, idiomas que nunca se terminan de contar porque de tiempo en tiempo nace uno nuevo –afirman que actualmente son más de cinco mil las “lenguas vivas”, aunque hay algunas “muertas” cultivadas por arqueólogos, paleontólogos y otras runflas de estudiosos de aquello que se dijo para averiguar lo que pasó o de aquello que pasó para conjeturar lo que se dijo o pudo haberse dicho, si es que pudo decirse algo.. En fin, tantas lenguas después de Babel, que los grupos humanos estarían impedidos de comunicarse verbalmente unos con otros, y en el extremo, si extendemos el alcance del mito, algún hombre singularísimo idearía un lenguaje para uso propio y encontraría impracticable el de los demás, eso caería dentro de lo que se llama  lenguaje privado, otro engendro mítico supuesto para proteger la intimidad propia del oído ajeno y la mirada ajena, porque ya se sabe, el infierno son los demás…Tal es nuestra precaria situación: O bien nos quieren hacer objetos de una lengua ajena y enajenante o bien cada uno de nosotros pretende ser único sujeto de la propia. Pero ni tanto, ni tan poco, y de uno u otro modo intentamos ser sujetos de nuestra lengua sin caer en la idiotez, y así, sea por la desconfianza, por la envidia, por el amor, por el odio o por lo que fuera que nos inspiran los extraños, desde que se tiene noticia unos y otros han querido saber lo que otros y unos piensan de unos y otros y lo que traman en sus mutuos respectos, y ya para defenderse, ya para imitar algún rasgo de su modo de vida, ya para atraer alguna Julieta a los brazos de algún  Romeo o viceversa, ya para copiar una receta de cocina, para preparar un ataque sorpresa, ya para comerciar o impedir el comercio, se ha traducido de unas lenguas a otras y de otras a una, y según mi modo de ver, pese a todas las críticas y los malos entendidos, en general ha sido más lo que se ha ganado que lo que se ha perdido en la traducción. Y aquí viene a conjugarse mi propósito, dado que por un lado el poeta Michel Leiris ha identificado traducción y metáfora, y por otro el griego moderno designa con “metáfora”, lo que llamamos mudanza, tengo la imagen de que al traducir o al metaforizar hacemos que los significados cambien de lugar, los sacamos de su lugar habitual –que no es nunca su lugar natural porque nunca estuvieron allí antes de que los pusiéramos allí: son como los muebles de una casa y, si quieren, como la misma casa- y una vez sacados de ahí  nunca llegamos a saber con precisión a qué lugar fueron a parar o van a ir a parar. Por eso en nuestro conversar –o discutir o litigar o confesar o leer- estamos como los primeros traductores, que no disponían de un diccionario ni una gramática para aproximarse a la otra lengua, y no tenían más remedio que interpretar lo que el otro decía, y en cuanto mejor lo interpretaban mejor la conocían y en cuanto mejor la conocían mejor la interpretaban, y con el conocimiento de la lengua incrementaban el conocimiento del otro y con el conocimiento del otro incrementaban el conocimiento de la lengua: pero nunca sus palabras son cabalmente nuestras y nunca nuestras palabras son enteramente suyas; lejos de ser perfectamente claras y distintas, acumulan pátinas de vaguedad o se bifurcan en ambigüedades: cada caso muestra residuos dispuestos para una ulterior interpretación, porque pese a la extraordinaria importancia que tiene el lenguaje para los seres humanos, la comunicación entre nosotros no comienza ni termina con el lenguaje, aunque el lenguaje pueda conducirnos a límites siempre provisorios. En otros términos: no hay nada dicho del todo, pero todo, incluso el miedo está medio dicho o, por lo menos en camino a Medio Dicho. Muchas gracias.


Daniel Vera
Córdoba, 2016